Víctor Hugo Sánchez
No, amargado no soy; no tengo motivos para sentir amargura: amo lo que hago, profesionalmente hablando, y vivo de eso (a veces mejor que otras, pero nunca he dejado de cubrir mis necesidades con la paga que obtengo por mi trabajo), y como le dedico muchas horas de mi día a lo que hago, pues me la paso bien. Disfruto ciertas compañías, y las procuro eventualmente por diversos medios: teléfono, correos, visitas y sí, a veces en reuniones más personales. Eso sí, no soy mucho de ir a fiestas ni comidas que no tengan qué ver con mi trabajo.
¿Y esto qué viene a colación en una historia de adicciones? Mucho.
Durante muchos años, muchos, me sentí obligado a celebrar las mismas fiestas que suele celebrar nuestra sociedad: días de la madre, días del padre, días de todos colores y sabores que, en verdad, para mí siempre han resultado terribles, tormentosos; no me gustan, punto. Hacer lo que todo mundo hace porque alguien dijo que así era, por costumbre, por tradición, por lo que quieran, me incomoda.
Y ahora que una vez más estamos en estas fechas tan festivas, me acuerdo de las navidades y años nuevos que pasé encerrado, drogándome, solo por miedo y por no saber defender mi derecho a no celebrarlo que nunca he encontrado “celebrable” (que no célebre, que conste).
Todo el mundo (sí, casi literalmente) se dispuso a celebrar la llegada del año 200, recuerdo, y fue una de esas últimas ocasiones en que pude haber quedado muerto, pues en mi familia todos, todos, todos se disponían a pasar la fiesta en casa de otros familiares, a lo que yo encontré una “espectacular” oportunidad de quedarme solo y hacer mi propia fiesta de “nieve” en mi casa.
Esa vez, como otras tantas, le hablé al dealer (al vendedor de droga, vaya) desde temprano, y como él, un capitán del ejército muy arraigado a ciertas costumbres, no solía trabajar en esas fechas, por lo que siempre le pedía que me vendiera más droga de la habitual, y esa vez, recuerdo, se me fue la mano: 20 gramos… sí, 20. Un mundo. Una locura.
“No puedo dejarte tanto —me decía, como si en verdad le importara-; es mucho; te puede dar un infarto”, dijo, pero al fin y al cabo el dinero causa el efecto contrario a las buenas intenciones y me dejó los 20 gramos.
Ya nadie estaba en casa; eran apenas las 6 de la tarde; fui a la tienda a comprar cervezas (en realidad, no me gusta beber; no en exceso, pero me daba miedo que me fuera a dar un infarto, y sabía que la cerveza medio me cortaría el efecto de tanta cocaína), y ya instalado, me dispuse a “celebrar” a mi manera la llegada del 2000.
Primer gramo, todo de un jalón por una fosa nasal… y de inmediato el miedo, la paranoia, la sicosis de pensar que alguien estaba en la casa, de sentir que había una “presencia” y esos “gusanos” que sentía en mi piel moverse por todos lados y el miedo, el miedo infinito a no sé qué, pero sentía miedo, mucho miedo.
Hasta donde recuerdo, nunca entenderé cuál era el maldito “placer” que sentía al drogarme; en serio; no había placer alguno; todo era eso: entrar en sicosis, entrar en pánico, trabarme la mandíbula y perderme; no era, ni de lejos, algo placentero, pero ahí estaba, una vez más, dispuesto a acabarme esos 20 gramos en una sola noche.
Para las 10 de la noche de ese día, ya iría yo en el cuarto gramo, ya estaba muy alterado, y encendí la tv para ver algunas de las celebraciones, para distraerme, para buscar alguna razón para dejar de drogarme como un imbécil, yo solo, encerrado en mi mundo, pero no, no la encontré y seguí consumiendo hasta que, cerca de las 2 de la mañana, llegó mi familia y me tocaron la puerta de mi recámara para decirme que me habían llevado de cenar… apenas pude contestar, que me sentía indispuesto, que luego, que mañana me lo comería… y apenas alcancé a escuchar sollozos, quejas, maldiciones…
Qué tan grande puede ser una adicción, una dependencia tan maldita como la droga, que ni siquiera eso me importó y yo seguí con mi consumo desmedido hasta entrada la mañana del día siguiente…
Hoy, a 8 años de haberme salido de ese mundo del consumo de droga, sigo sin celebrar las fiestas que todos celebran, pero ya no tengo miedo de decir que no me agrada, que no me gusta; ya no me siento obligado a nada, sólo a respetarme y tratar de respetar a los demás.
Este año, tampoco celebraré Navidad ni Año Nuevo, pero no me encerraré en mi cuarto a drogarme; eso, me queda claro, nunca más.
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