Por: Arturo Soto Munguía
I
Dana Paola, Alejandra y Paul Zaid sonríen desde las cicatrices de su rostro dolorosamente quemado.
Con ellos, sonríen Javier Alexis, Dayana Paola, Héctor Manuel, Emilia, Carolina y Alejandro; Mía Reynna, Eva, Alejandro, Silvia María.
Desde una lona impresa con sus rostros, los niños atendidos en los hospitales Schrinners, sonríen desde el lugar que hace un año exacto se volvió un infierno y al cual han regresado para sonreír en medio de tanto llanto, de tanta rabia, de tantísimo dolor que se comienza a juntar frente a ellos, para marchar de nuevo, para no olvidar.
Las paredes de la guardería ABC siguen azules y ennegrecidas en las puertas y las ventanas con los vidrios rotos; en los boquetes abiertos por la gente que llegó antes que la policía y los bomberos para salvar más vidas y evitar que la tragedia fuera más grande, si es que eso es posible.
Los pequeños que sonríen desde la pared exterior de la guardería, son algunos de los más de 70 sobrevivientes del incendio que el 5 de junio pasado cambió la vida de una sociedad entera.
Y están ahí para recordar que un si año después, de parte del gobierno no hay justicia; de parte de la sociedad civil no hay perdón. No hay olvido.
También están los zanqueros y los tambores; los padres, las madres y abuelos; las familias y los amigos; los solidarios de siempre, los que han llegado por primera vez y los que nunca se han ido.
Suman miles antes de las seis de la tarde y se han reunido de nuevo para ser parte de un grito que se repetirá hasta dejar las voces roncas, afónicas, rotas las voces y mojadas por las lágrimas: “¡No están solos! ¡No están solos!”.
II
Más temprano, a las 14:45 en punto, miles de globos blancos fueron soltados al cielo en ese mismo sitio, sede de una conmemoración luctuosa que se multiplicó a lo largo de todo el día en una treintena de ciudades de México y algunas de otros países, en memoria de los niños ABC.
Una jornada que comenzó en el centro de gobierno de Hermosillo, Sonora, donde la bandera nacional fue izada, como en todo el país a media asta en señal de duelo, y donde el propio gobernador Guillermo Padrés admitió con la cabeza baja, que el Estado mexicano no ha hecho lo suficiente para saldar la deuda con los dolientes; para aliviar una pena que no terminará nunca, pero el consuelo se posterga si no aparece la justicia.
Ahí mismo, Manuel Rodríguez, padre de uno de los niños muertos, le recordó también al gobernador que mientras no se abra una investigación seria contra el ex gobernador Eduardo Bours y se mantenga en su cargo al procurador Abel Murrieta, la justicia seguirá sin aparecer.
III
Faltan tres minutos para las seis de la tarde en la esquina de Ferrocarrileros y Mecánicos. En toda la cuadra, hasta el Periférico la gente ya no cabe.
En la vanguardia, 49 hombres y mujeres con sendas banderas enormes, rosas y azules, comienzan a andar con el primer redoble de tambores. Como hace un año, la gente está a los lados de la calle, esperando que la marcha avance para incorporarse. La policía detiene el tráfico. Los automovilistas bajan de sus carros. No están enojados por la interrupción de su tránsito, sino tristes o asombrados. Toman fotos con sus celulares y hacen sonar los claxon en señal de apoyo.
En el cristal de un auto hay una calcomanía: “Por los 49 angelitos. Justicia. ABC”. La leyenda está quemada por el sol, descolorida después de un año en que la justicia no llega, pero en contraparte, el reclamo tampoco se va.
El Colas marca el ritmo con las batacas, lento, espaciado. Fúnebres suenan los redobles. Sonoros en medio del silencio. Tristes como los ojos de los que marchan y suman miles.
El Colas quisiera hacer bailar a la gente, porque eso le sale muy bien. Pero hoy, como hace un año, la hace llorar desde el repiqueteo con que marca el ritmo fúnebre de los tambores que marchan. Avanzan. Caminan. Suenan y se meten en los oídos como algo que no se quiere oír.
Para esta marcha ha llegado un enjambre de reporteros y reporteras de los llamados ‘medios nacionales’. Prensa escrita, electrónica, radio, televisión. Figuras reconocidas como Ricardo Rocha y Katia D’Artigues; Diego Osorno, de Milenio, que un día antes presentó su libro: ‘Nosotros somos los culpables’, que toma su título del grito que hace un año estremeció al mundo.
En las puertas de Palacio de Gobierno, Zavala estalló en un grito y una pregunta: “¿Quiere encontrar a los culpables, señor gobernador? Aquí estamos. ¡Yo soy el culpable de la muerte de mi hijo, por confiar en las instituciones!”, dijo el año pasado
Ahora un zanquero no se cansa de repetir lo mismo, a lo largo de seis kilómetros hasta la plaza Emiliana de Zubeldía: “Los angelitos están en el cielo… y la justicia ¿Dónde está? Yo tengo la culpa porque voté por ellos; por los que estaban antes y los que están ahora”, repite desde las alturas.
IV
Estas movilizaciones que nacieron el año pasado y se multiplicaron hasta ahora, comenzaron como marchas silenciosas; se fueron resistiendo a seguir siendo silencio hasta que un año después se negaron por completo a serlo.
Por eso en el tercer bloque de manifestantes, donde van los padres de los niños muertos, de los heridos, las gargantas se abren y a todo pulmón sueltan: “ABC: nunca más-ABC: nunca más”. “5 de junio: ni perdón ni olvido-5 de junio: ni perdón ni olvido”. “¡Cárcel-Cárcel-Cárcel!”.
A las seis cuarenta, las banderas rosas y azules llegan a la iglesia de San José. Ahí está, como ha estado siempre, la figura menuda y frágil de María Rosario López con sus muchos años encima, recargando el suave peso de su cuerpo en la gruesa piola que llega hasta el campanario y que otra vez, como hace un año, saluda a la marcha con el repiqueteo de campanas.
“Dios me da fuerzas. Es con lo que puedo ayudar”, dice con la voz entrecortada por el esfuerzo.
Ahí se sueltan más globos al cielo; la marcha estalla en aplausos y consignas.
En las calles la gente se aglomera con sus caras serias y tristes. Con pancartas que dicen muchas cosas, como las que tienen una señora embarazada y su pequeña hija: “Sin justicia no hay paz, no hay democracia, no hay nada”, dice una.
Y la marcha parece responderle con un grito: “5 de junio: ni perdón ni olvido”.
El cerrito de la Virgen, antes de llegar al Vado del Río está otra vez lleno de fotógrafos. Como ayer, han escalado ahora para capturar la imagen de esa enorme concentración de voluntades y de sentimientos que avanzan paso a paso.
El conteo es diverso. Un agente de la Policía Municipal rinde su parte: “El reporte oficial es que son un chingo”, dice entre veras y bromas.
Un agente de los servicios de inteligencia de la Policía Judicial del Estado informa que son 8 mil.
Los organizadores de la marcha cuentan por lo menos 15 mil.
V
Están llegando a las oficinas de la Procuraduría General de Justicia, donde la marcha hace otra parada. Es dramático el grito, las carreras, los empujones, el padre que sube los escalones hasta las puertas de cristal.
Saca de algún lado una lata de pintura en aerosol y en el vidrio quedan con letras negras unas palabras garrapateadas aprisa: Abel Murrieta. Asesino. Justicia. ABC.
Muchos manifestantes están detrás de él. Hay gritos y reclamos. Una señora se acerca, furiosa, con los ojos llenos de agua y escupe con desprecio el cristal de las puertas. Otro muchacho hace lo mismo. Con la pinta, quedan también los escupitajos y la lata de pintura que Abraham Fraijo estrella contra el suelo.
La marcha sigue. En la calle que sube al Cerro de la Campana está la senadora Emma Larios como una más de quienes esperan la marcha para sumarse. Ha organizado a la gente del barrio del que es nativa para ofrecer agua embotellada a los caminantes que después de cinco kilómetros bajo el sol crepuscular, acusan el cansancio, pero se mantienen firmes.
Emma Larios, que es senadora por el Cerro de la Campana, se suma a la marcha y avanza junto con ellos.
VI
La siguiente para es la Sociedad Sonorense de Historia, principal sede del Encuentro Hispanoamericano de Escritores Horas de Junio, que este año rindió tributo a Elena Poniatowska.
Ahí está ella, junto a Juan Bañuelos y cientos de escritores, poetas, dramaturgos, invitados.
Hay abrazos y palabras de aliento. Muchas cámaras de televisión, muchos micrófonos y grabadoras para recoger las palabras de Elenita, menuda en su vestido de manta verde y su sonrisa eterna y sus ojos profundísimos.
Se suman. Ya falta poco para llegar a la plaza. Llegan. Los recibe Maribel Ferrales y el coro de la Universidad de Sonora. Hay aplausos, gritos, consignas, agradecimientos, discursos, poemas, actos ecuménicos, palabras de apoyo, gritos de una muchedumbre que se volvió a juntar para exigir justicia y para gritar a los padres que no están solos.
Son las ocho de la noche con tres minutos, cuando el mar de gente inunda el amplio Bulevar Rosales, frente a las escalinatas del Museo y Biblioteca; ocupa la plaza, el espacio público que la sociedad civil ha rescatado para sí; en el que convergen todos, de nuevo, para hacer patente su vocación solidaria; su voluntad de no dejar que pase nuevamente un 5 de junio sin recordar que ese día, la corrupción y la impunidad; el tráfico de influencias y la injusticia, acabaron con la vida de 49 niños; marcaron para siempre a otros tantos, y dejaron en la historia de Sonora y de México, una mancha que no se borrará jamás de la memoria.
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