Humberto Musacchio
El gobierno de Yucatán adquirió 83 hectáreas donde se localizan las principales construcciones de la zona arqueológica de Chichén Itzá, que en total consta de mil 753 hectáreas, las que incluyen el ejido de San Felipe, cuyos integrantes y sus familias viven en buena medida como vendedores de baratijas dentro del perímetro que visita el turismo.
El gobierno yucateco pagó 80 de los 230 millones en que se cerró la operación y el resto promete liquidarlo mediante un crédito bancario, lo que resultará ciertamente difícil, pues los terrenos que servirían de aval son los mismos donde se hallan los edificios prehispánicos que por ley son inembargables y por lo tanto no pueden servir como garantía para respaldar un préstamo.
La operación se concretó después de una reciente visita del secretario de Educación Pública a Mérida, tras la cual, por cierto, autorizó que se realice sobre aquellas venerables piedras un concierto de Elton John, y apenas dos días después de que el abogado de la parte vendedora se reuniera con su colega, el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, lo que permite suponer que la operación contó con la bendición del gobierno federal, aunque no necesariamente del INAH.
La marginación del Instituto Nacional de Antropología e Historia la confirman las declaraciones de la gobernadora yucateca, Ivonne Ortega Pacheco, quien se jactó de que en sólo dos meses logró concretar la adquisición de las 83 hectáreas, mientras que, en tres años de negociaciones, los propietarios “con el INAH no llegaron ni siquiera a una conciliación”.
La mandataria estatal confió a los medios que el señor Jürgen Thies Barbachano, quien era propietario de la parte enajenada, le había comentado “que le dolía mucho cómo lo trataban” (los representantes del INAH), y ella, seguramente conmovida, declaró que ahora “se le trata bien (porque) él cumple, trae todos sus documentos, muestra su escritura, se hace una verificación y al final de cuentas se llega a este acuerdo”.
En efecto, desde hace años el INAH estaba en negociaciones con Jürgen Thies y otros miembros de la familia Barbachano, dueña del área en cuestión, a la que se ofrecía una suma que de siete millones de pesos y se elevó hasta 18, con el compromiso de permitir la operación de los hoteles y otros negocios que ya están dentro del perímetro, pues en todo el país, una queja de los propietarios de cualquier terreno con vestigios arqueológicos es que no pueden construir ni hacer negocio en sus predios porque lo impide la ley federal respectiva.
Lo que sorprende es que repentinamente, después de que el abogado de los dueños hace una visita a Bucareli, la suma a pagar pase de 18 a 230 millones de pesos. La primera cantidad no la fijó el INAH, sino la más alta de las establecidas por el Instituto de Administración y Avalúos de Bienes Nacionales, el Indaabin, el organismo federal autorizado para realizar tales estimaciones.
Hay, pues, varias razones para suponer que algo irregular encierra la operación y, de ser el caso, que la altísima suma a pagar no sólo beneficiará a los dueños o que éstos, para corresponder a la generosidad de la gobernadora, darán muestras de desprendimiento en beneficio de uno o más funcionarios. Pero el peligro mayor no está en un eventual acto de corrupción, sino en el precedente que se sienta, pues ahora otros gobernadores pueden demandar la misma permisividad para destinar las zonas arqueológicas de sus estados a cuanta pachanga se les ocurra, pues para ellos esas piedras no son historia, sino meros vejestorios.
*Periodista y autor de Milenios de México
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