Columna El Diván
por Miguel Ángel Avilés
Cuando López Obrador dijo esto, se ganó el linchamiento de todos sus adversarios políticos y lo menos que le dijeron es que el pronunciarse así en plena efervescencia de 2006 lo llevaba hacia una ruta suicida sin remedio.
“Mandar al diablo las instituciones es mandar al diablo la democracia liberal” sentenciaría Jesús Silva-Herzog Márquez es un artículo manufacturado para la ocasión y por ese estilo escribieron otros intelectuales y se pronunciaron un buen número de comunicadores.
Sus críticas no estaba desprovistas de razón, acaso sí estaban llenas de ganas de menoscabar a toda costa al que había sido nombrado como “un peligro para México”.
El tabasqueño al pronunciar esa máxima nada afortunada, les dio armas y tal expresión -porque sólo fue eso- la estiraron sus detractores hasta donde les fue posible para que no quedara duda de que de haber llegado AMLO a la presidencia, México sería la anarquía total.
El tiempo pasó y Felipe Calderón asumió la presidencia de la República como quien se sube al Metro del Distrito Federal en una hora pico: a empujones, entre golpes y apenitas.
Hoy no podríamos saber cómo nos hubiera ido con López obrador al frente del país (puede que igual que con los demás, puede) pero lo que sí sabemos es como nos ha ido con Calderón Hinojosa y su partido que tienen a todo el territorio nacional en el desorden y con las mismas prácticas de corrupción en todas sus variantes que apenas hace doce años eran, presuntivamente, exclusivas del PRI.
Aquella vez López Obrador se excedió en sus palabras y políticamente le salió caro. Pero ese desliz no fue más allá de un discurso.
Más grave hubiera sido que de su decir pasará a la práctica y que las instituciones comenzaran a ser para él un material de desecho que se pueden despreciar cuantas veces se quiera.
El tiempo ha pasado y esos mismos que en su momento condenaron las palabras de Andrés Manuel, son los que hoy con sus actos de gobierno si están mandando al diablo a las instituciones.
Esto queda de manifiesto con el caso de acueducto independencia que tiene partido al centro y al sur de Sonora y que, en lo correspondiente a la discusión jurídica, hay a quienes han superado con creces a lo dicho -solamente dicho- por el otra vez precandidato a la Presidencia de la República.
En este conflicto una figura que está mandándose al diablo es precisamente el juicio de amparo, este medio procesal constitucional del ordenamiento jurídico mexicano que tiene por objeto específico hacer reales, eficaces y prácticas las garantías individuales establecidas en la Constitución, buscando proteger de los actos de todas las autoridades sin distinción de rango, inclusive las más elevadas, cuando violen dichas garantías.
Ya serán las autoridades federales -es decir, las instituciones- quien tienen la razón legal en esta controversia y guste o no, se haya hecho apegada a derecho o no, habrá una verdad formal que tendrá que acatarse, cuando se agoten los recursos y la respectiva sentencia quede firme
Por lo pronto, en el juicio de garantías 865/2010-II promovido por la Asociación de Usuarios productores agrícolas de la sección de riego 4-P-4 del canal principal bajo del Distrito de Riego 041 del Río Yaqui seguido ante la juez octava de Distrito con residencia en ciudad Obregón Sonora se decretó el desacato a la suspensión provisional por parte de ese Fondo de Operación de Obras Sonora que coordina Enrique Martínez Preciado, pero hizo caso omiso al llamado de la autoridad y en consecuencia se envió atento exhorto para que el Consejo Directivo del Fondo de Operaciones de Obras Sonora SI, preside el Gobernador del Estado para que por su conducto y en un término de 24 horas hiciera cumplir a ese señor con lo ordenado.
Si bien, allá donde se realizan los trabajos la maquinaria se paró, acá y ante los medios, dichas autoridades reiteraron su desobediencia a esa suspensión y prefirieron, con no muy buena fortuna, batirse en duelo de declaraciones que trataban de aparentar que nada grave pasaba pero que en la vida real solo los hacían hundirse más en las movedizas tierras que había formado su desacato.
El verbo “desacatar” no puede reducirse nunca a una cuestión superficial ni a un eufemismo legaloide. Es cuestión de acercarnos tantito a un diccionario general o jurídico para darnos cuenta de su importancia: Desacato significa “falta de respeto a una cosa que se considera sagrada o a una autoridad. Delito que se comete por mentir, jurar en falso o perder el respeto a una autoridad, especialmente a un juez o tribunal de justicia.”
Dicho de otra forma: el desacato es reprochado y sancionado por una autoridad porque se quiere proteger el adecuado funcionamiento de la administración pública. No es la persona del funcionario el bien jurídico que se protege (contra quien por cierto arremetió el señor gobernador) sino la Función Pública misma como institución al margen de las personas que la representen.
Por eso Silva-Herzog Márquez tiene razón cuando afirma que mandar al diablo las instituciones es mandar al diablo la democracia liberal. Pero entre los dos casos que abordamos hay una diferencia sustancial: el Peje se quedó nada más en la retórica o en el pronunciamiento, los nuevos de aquí sí lo llevaron a la práctica.
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