Federico Arreola
Durante el gobierno de Vicente Fox Quesada, su primer secretario particular, Alfonso Durazo Montaño (que lo había sido de Luis Donaldo Colosio), leyó un libro de Oriana Fallaci, “La rabia y el orgullo”, sobre la tragedia del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York…
Antes de continuar recordemos algunos datos.
Alfonso Durazo, ahora uno de los principales colaboradores de Andrés Manuel López Obrador, había abandonado el PRI para sumarse, como muchos otros mexicanos, al proyecto de cambio democrático encabezado en el año 2000 por Vicente Fox.
Me consta que Durazo creía sinceramente en la vocación de demócrata de Fox. Perdió la fe en este personaje en 2004 cuando advirtió que había rebasado todos los límites el apoyo político que el entonces presidente de la República daba a su esposa Marta Sahagún. Durazo renunció a su importante cargo en Los Pinos entregando a sus jefes y a la opinión pública una carta de 19 cuartillas en la que denunciaba que las ambiciones de la señora Sahagún de Fox ponían en riesgo a la democracia mexicana.
Pero antes de eso, en la luna de miel del foxismo, ejerció su cargo como subordinado de Fox con lealtad y pensando que contribuía a la consolidación del sistema democrático.
Durazo, fiel a un estilo que adquirió al lado de Colosio, cada vez que leía un libro interesante lo regalaba a la gente que tenía cerca o que él pensaba lo iba a disfrutar. Es una costumbre que Alfonso conserva y que muchos apreciamos porque nos hemos beneficiado de ella.
Después de los atentados que destruyeron a las Torres Gemelas de Nueva York, Durazo adquirió “La rabia y el orgullo”, de Oriana Fallaci, la famosa escritora italiana que ha pasado varias temporadas al año en Nueva York, sí, la ciudad en la que ocurrió aquella tragedia.
A Durazo la obra de Fallaci le pareció extraordinaria, y lo es: “Pensaba estar vacunada contra todo y, esencialmente, lo estoy. Ya nada me sorprende. Ni siquiera cuando me indigno y me irrito. Pero en la guerra siempre vi a gente que muere asesinada. Nunca había visto a gente que muere matándose, es decir, lanzándose sin paracaídas del piso 80, 90 o 100. Además, en la guerra siempre vi trastos que explotan en abanico. En la guerra siempre oí un gran ruido. En cambio, las dos Torres no explotaron. La primera implosionó y se tragó a sí misma. La segunda, se fundió, se disolvió. Por el calor se disolvió como un trozo de mantequilla al fuego. Y todo sucedió, o al menos así me pareció a mí, en medio de un silencio de tumba. ¿Es posible? ¿Reinaba realmente ese silencio o estaba dentro de mí?”.
Fascinado por la redacción de Fallaci, en cuanto terminó de leer “La rabia y el orgullo”, Alfonso Durazo decidió enviar el libro al, a la sazón, presidente del Partido Acción Nacional, Luis Felipe Bravo Mena.
Para la mayor sorpresa de Durazo, unos días después Bravo Mena le reclamó: “¡Te pido que no vuelvas a enviarme libros escritos por comunistas!”. Alfonso, absolutamente sorprendido, no pudo replicar nada. ¿Qué se puede argumentar frente a tamaña muestra de fanatismo?
Cuando, hace un par de años, Durazo me contó esa anécdota (que reproduzco sin su autorización, abusando de la amistad), recordé el “¡Muera la inteligencia!” que el fascismo español gritó frente a Miguel de Unamuno en la década de los treinta del siglo XX.
Qué caro hemos pagado los mexicanos por haber llevado al poder a semejante clase de personas. Pero, lo peor es que puede haber algo todavía peor: el regreso del viejo PRI, la dictadura perfecta de la que habló alguna vez Mario Vargas Llosa. Pero de esto hablaré después.
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