EL NOLATO
Me tocó la suerte de convivir con políticos desde mi juventud. Esto se debió a un accidente motivado por mis inquietudes políticas e ideológicas. Éstas me llevaron a estar siempre cerca de gentes que iban perfilando desde entonces su profesión por el lado de los asuntos públicos. Con todo, mi vocación personal no era la política, y eso me mantuvo en actividades profesionales a extramuros de aquélla.
Como yo pertenezco a la generación de mexicanos que forjaron su juventud en los albores de aquella transición entre el viejo PRI jurásico y el nuevo PRI, el de Salinas, y hoy heredado por Peña Nieto - hablo de finales de los años setenta y principios de los ochenta -, sucedió que la gran mayoría de esos amigos y conocidos eran priistas. Había por ahí una minoría de panistas e izquierdistas, pero, sin duda alguna, la gran mayoría era tricolor.
Pese a que yo seguí en mi plan de vida con proyectos de carácter personal, nunca cesaron las interacciones sociales con aquellas gentes; y los encuentros eran muy frecuentes, casi de día a día. Con el tiempo vi crecer a muchos de ellos en el servicio público, y algunos lograron encumbrarse muy alto. Varios de ellos llegaron a posiciones importantes en gabinetes presidenciales y algunos otros lograron ascender a alcaldías de importantes ciudades y hasta gubernaturas. Y bueno, es tiempo que ahí siguen en sus lides y proyectos de política, y yo en mis cosas de siempre.
Inicié este apunte diciendo que me tocó la suerte de vivir esto. Y dije suerte porque todas esas circunstancias me dieron la ocasión de conocer a la política en sus entrañas, en una realidad viva que está más allá de los ojos del público votante. Aclaro que mi conocimiento no es directo; se trata de un conocimiento deducido a partir de conductas y rutas de vida a la vista. Además, el mundo de la política se deja conocer muy fácil, pues, como usted bien sabe, en ese mundo está muy arraigado aquel vicio de sacarse los trapos al sol respecto de pecados y billetes de lotería milagrosos que convierten a cualquiera en un nuevo millonario de la noche a la mañana, o por lo menos en lo que dura un período de gobierno. Por cierto que hay múltiples historias sobre el nacimiento y consolidación de califatos, que luego hasta adquieren matices de leyenda. Quien sea periodista especializado en el chisme político entenderá a qué tipo de experiencias y materiales me refiero.
Además, todas las conclusiones de una experiencia personal en este sentido siempre me fueron confirmadas por todo análisis en torno a la historia política y económica de este país. Así que, en este ámbito, puedo asegurarle que lo que uno conoce por observación directa o indirecta, también lo puede encontrar en el estudio de fuentes secundarias.
¿A qué punto llegué en todo este transitar en la política como espectador y analista libre? Bueno, muy pronto en mi vida, desde mi juventud, entendí que la clase política mexicana estaba conscientemente devastando al país y obliterando o anulando toda posibilidad de desarrollo para éste. Muy pronto me quedó claro que el futuro de todo un país se estaba trocando por el beneficio de una clase minoritaria y privilegiada, incluyendo en ésta a políticos y lo que hoy conocemos como oligarcas o plutócratas. Y el caso fue que, llegado a ese conocer, resultó luego que creí que no tenía caso ejercer el voto. Le confieso, pues, que nunca voté en mi vida. Jamás acudí a una urna electoral y jamás creí en político alguno. Pero este hábito de abstenerme de creer terminó por disiparse allá por el año 2005.
Mientras AMLO fue jefe de gobierno del Distrito Federal me pareció uno más de los grillos de siempre. Cansado estaba yo de escuchar discursos justicieros y buenas intenciones en amigos, conocidos, conocidos de mis conocidos y hasta desconocidos, para luego verlos montados en el lujoso y brillante carro de la Revolución. Acostumbrado yo a las actuaciones magistrales de hipocresía política, me dejé llevar por el prejuicio y catalogué a AMLO en la misma categoría. Es más, confieso además que, cuando veía a AMLO en sus conferencias mañaneras para lanzar sus críticas a la oposición, yo me daba en asegurar que le darían su medicina y su pisotón tarde que temprano. En suma, no le veía futuro y sí más bien muy encaminado al retiro forzoso en el horizonte cercano de aquel entonces. Y bueno, usted debe comprender que ese prejuicio en mí derivaba del hecho de que no conocía a AMLO por aquel entonces, aunque sigo sin conocerlo personalmente. Sin embargo, Vicente Fox, el ignorante presidente que tuvimos, me ayudó a conocer a AMLO a carta cabal.
En efecto, como ya sabemos, sucedió que un día Vicente Fox se dio al empeño de desaforar y encarcelar a AMLO. Advierto que aquel evento me pareció una suerte de proemio de aquel pisotón que yo imaginaba tiempo antes, así que creí que había llegado la hora final de AMLO. Y dado esto, yo empecé a prefigurar las escenas que vendrían al paso: los golpeteos, las persecuciones, las consignaciones con sanbenito y capirote, y todo ese aderezo que usted ya sabe acompañan a los escándalos de la vida política. Mas, contrariamente a mis expectativas, el desafuero cambió mi concepción de AMLO por completo.
La actuación de AMLO me empezó a parecer bastante desconcertante desde los primeros oleajes de aquel famoso desafuero. Desde las primeras pinceladas lo veía colmado de una confianza en sí mismo que no encajaba en las pautas tradicionales del político deshonesto que se ha metido en apuros por instancias de los detractores. Lo veía soltar aquellas declaraciones aplomadas sobre la naturaleza justa de su actuar, sobre su disposición a ir a la cárcel antes que ceder a los principios que le habían guiado en su decisión, que luego me empecé a decir que alguien así no encajaba en el perfil del político bandido al que estamos habituados, o del que nos hablaban el PAN y Vicente Fox por aquel entonces.
Ya para esas alturas del episodio yo estaba completamente confundido. No es que tuviera fe en Fox, o que le creyera; jamás creí en semejante ejemplar acabado de ignorancia. Es más, confieso que a muchos de mis amigos anticipé el monumental engaño que se traía Fox desde su campaña; es que los mentirosos son muy predecibles. Pero bueno, lo que pasaba con el caso AMLO es que, para mí, las cosas que se iban sucediendo no encajaban en mi concepción prejuiciada sobre él. En su actuación no había contradicciones, no había titubeos, no había dobleces, pero sobre todo, no había hipócritas legalismos y sí más bien una voluntad congruente y hasta las últimas consecuencias con la acción que algunos, aviesamente, trataban de hacer punible. Así las cosas, ya para la víspera del evento aquel en el Congreso en que someterían a AMLO a “juicio”, por lo menos me decía a mí mismo algo como esto:
- “Es probable que sea como todos, pero me queda claro que sí tiene tamaños y convicción en sus decisiones”.
Lo anterior, ya de entrada, me empezaba a generar cierta simpatía hacia AMLO. Y es que debo decir que, si bien respeto con esmero y consideración a los hombres excelentes por sabiduría y eticidad, también respeto a los hombres decididos y firmes, que no cuartean ni doblan las rodillas a la hora de la verdad, y más si tienen la valentía para reconocer sus errores y asumir las consecuencias de los mismos.
Por supuesto que no me perdí aquella comparecencia en el Congreso. Recuerdo que suspendí todas mis actividades del día para presenciar atentamente aquel evento de época y sacar conclusiones. Pero de cierto que, en esos momentos, yo no imaginaba que, en el ámbito de la política y mi postura hacia ella, mi vida estaba a punto de cambiar por completo, a un paso de dar un vuelco radical.
Siempre he creído que en toda sociedad humana hay hombres excelentes y hombres comunes. Los hombres comunes son aquellos egoístas que se alegran con aquello de vivir conforme a las pautas y normas de los demás, así se traten de formas de conducta erradas. Los hombres comunes no saben darle un sentido auténtico a su vida y, por ende, no saben vivir bien; y lo que es más, suelen ser miserables y desconsiderados con aquello que les ha dado su bienestar personal: la comunidad. Por el contrario, los hombres excelentes son aquellos que se exigen más a sí mismos para cambiarse a sí mismos y darse una vida auténtica y, en consecuencia, feliz; pero, sobre todo, son hombres considerados con la comunidad. Y que los hombres excelentes logren o no ese extra que se proponen, es otra cosa, eso no les quita su excelencia. Aclaro también que, cuando hablo de hombres excelentes, no hablo del éxito económico ni de saber intelectual. Abundan los hombres de enorme poder material que viven como cerdos en lo que toca al sentido del deber para con los demás y la comunidad; y, asimismo, abundan los hombres sencillos y humildes, pobres en lo material, pero que gozan de una felicidad y de una sabiduría que envidiarían el más grande potentado del planeta y el más ilustre de los sabios de la historia.
En el contexto de nuestra comunidad política, una comunidad tan devastada por las pautas de conducta deshonestas y contrarias a todo principio moral en el hacer público, ejemplos de hombre común son todos esos políticos tradicionales de los que he hablado al principio de este apunte. Y nada, ni el auto más lujoso o la más ostentosa mansión, les quita lo común. En cambio, un hombre excelente es aquel que se exige más que los demás, no para hacerse más inmoral y hacer más daño a la comunidad, sino para construirse a sí mismo como un hombre mejor y, con ello, construir una política humanista, fundada en el respeto estricto a los principios morales que la deben de regir. Y como dije, un hombre excelente en la política no demerita sus grandes virtudes por el simple hecho de que no logre concretar su proyecto. Con todo, siempre he creído que un político de excelencia, cuando es persistente, logra su cometido tarde que temprano porque, pese a todo, la razón siempre termina por imponerse.
En este país hay un hombre común, un hombre común que es muy especial por su egocentrismo – problema sicológico muy común del hombre común -, y que se llama Carlos Salinas de Gortari. Este hombre común, que fue un presidente fraudulento común, dijo hace poco que AMLO no pasaba la prueba del ácido. No sé en realidad a qué calenturas inquisitorias y diablescas se refería este hombre común. Supongo que, tal vez, exteriorizaba sus deseos comunes. Pero, por lo que a mí respecta, él, ese hombre común, Salinas, pese a su gloria material lograda con cualidades comunes, fue quien no pasó la verdadera prueba del ácido, la que sí pasó AMLO y la que sigue pasando éste hombre a cada día: la de ser un hombre excelente en la política. Es cierto, AMLO es un hombre que se ha exigido un extra para tratar de edificar una comunidad política mexicana fundada en valores éticos, no en negocios personales ni en la depredación sobre el Estado y la riqueza nacional a costa del sufrimiento de grandes masas de miserables descamisados.
Y eso, la excelencia política, fue precisamente lo que empecé a descubrir en AMLO durante el desarrollo de aquel famoso acto de desafuero en el Congreso. Jamás olvidaré que el desempeño de AMLO en el estrado significó, para mí, la primera eclosión de un político ético desde tiempos de Lázaro Cárdenas. Por primera vez en mucho tiempo surgía un político que tenía la plenitud ética para acusar a la clase política en pleno de su pecado depredador contra la nación, que la señalaba en su verdadera naturaleza viciosa, que la estremecía con un discurso claro, llano, hasta los cimientos de su putrefacción moral. Y lo más vergonzoso para esa clase política fue que se sumergió en un silencio abismal que obró como prueba irrefutable de la verdad en el discurso de AMLO. Si AMLO acusaba, si AMLO salía airoso de aquel recinto, éste, en cambio, con todos sus concurrentes pasmados, se hundía en el silencio que abría paso a la razón plena del que hablaba por la nación por primera vez después de muchos años.
Los hechos a la vista, los resultados en aquella comparecencia en el Congreso, me demostraron fehacientemente lo que ya dije arriba. Cuando terminó aquella comparecencia, me dije a mí mismo:
“Nadie que sea deshonesto o corrupto, y que tenga un mínimo de prudencia, puede darse la libertad de hablar de esta forma para definir el corazón de nuestro gran drama nacional: una clase política corrupta y avasallada a una plutocracia que parasita sobre el pueblo. Este hombre es una rareza porque me demuestra que es un hombre ético en la política. Y si es tal, puede ser que AMLO sea un político de excelencia, lo que este país necesita para despertar y recuperar su dignidad”.
Desde entonces, esta nueva percepción sobre AMLO se fue confirmando toda vez que éste persistía en su postura general: del lado de la razón, con un claro diagnóstico de los males de la nación y sus soluciones, pero, sobre todo, incólume y firme respecto de las acciones depredadoras de sus enemigos. Todo eso terminó por darme la prueba rotunda de su honestidad y de su excelencia como político.
Entiendo ahora que muchos intelectuales orgánicos, cuando vieron peligrar sus pequeñas y frágiles sondas prendidas a la gran ubre del Estado, se estremecieron de terror y se dieron a la tarea de categorizar y motejar a AMLO como “El mesías tropical”. Cierto, nada más cierto que esto en torno a AMLO. Y es que, en un país como el nuestro, arrasado por la voracidad de clase política, oligarquía e intelectuales orgánicos y serviles, un político excelente siempre ha de representar el hondo simbolismo de profetas y mesías en la antigua cultura hebrea: un nuevo mensaje político de hondo calado espiritual, y una renovada esperanza por la justicia; pero también un mensaje estremecedor para filisteos, clases empoderadas y sacerdotes e intelectuales del templo. Cierto, AMLO tiene un enorme poder simbólico para una buena parte del pueblo de México. Y eso no tiene nada de extraño, así operan las cosas del hombre en torno a los líderes de excelencia.
A estas alturas, no me queda tampoco la menor duda en torno a que AMLO es el único político mexicano que está perfectamente inscrito en la voluntad que mueve al mundo hacia una nueva era, una era de renovación que va contra el quietismo y la complicidad de las clases gobernantes con el caduco neoliberalismo, conducta tan cara a los intelectuales orgánicos. Y no debe extrañarnos, pues, que los pronunciamientos de AMLO empiecen a encontrar su par en las actuales protestas populares del pueblo Europeo y de los mismos barrios obreros de los Estados Unidos. Es un nuevo mundo que está por eclosionar por todos rumbos de este atribulado planeta y de manos de la gente sencilla, como nosotros, como AMLO.
La persecución mediática que se ha ejercido sobre AMLO desde los lamentables eventos del 2006 no hace sino patentizar de manera palmaria un hecho reiterado en todos los tiempos de la historia del hombre: un hombre de excelencia política siempre es una amenaza letal para los sistemas políticos que se baten en la descomposición moral. En eso estamos como el viejo adagio bíblico: Nada nuevo hay bajo el sol. Pero también hay que decir que esa persecución es la mejor garantía de la firmeza ética de AMLO, al menos para quienes no le conocemos personalmente y para quienes no nos chupamos el dedo. Mucho me preocuparía, en verdad, si esa miserable persecución un día cesara. Y hasta me atrevo a decir que esa misma persecución ayuda al pueblo de México en tanto nos ofrece un AMLO más acendrado en sus buenas virtudes y estrechamente constreñido a la necesidad de la excelencia, por si un día estuviera tentado a flaquear en los apremios de su manifiesto gusto por ella.
Al contemplar cómo es que clase política y oligarcas se destruyen a sí mismos tratando de destruir a un excelente político, mucho nos dejan ver que la sabiduría no es su fuerte. Y un gigante como ellos, poco sabio, poco prudente, torpe, tiene pies de barro y está pronto a caer en cualquier momento. Quizás no en el 2012, pero tenga por cierto que caerá pronto y de manera estrepitosa. Y para entender esto como una gran verdad, basta recordar lo que ya ha comentado el propio Manlio Fabio Beltrones en sus propios términos partidistas: de llegar el PRI a la presidencia en los términos actuales, todo será un engaño más. Pero la verdad es que el PRI, por males sistémicos ineludibles, no tiene otra opción que llegar vacío al poder, engañando, y, entonces, sabemos que necesariamente habrá de acudir al suicidio político en fecha temprana. Quizás sea este su golpe final en el proceso de extinción, hecho que tendrá que suceder tarde que temprano. Y ahí están los pies de barro del gigante: el espíritu descompuesto. No por algo Mao, luego de conquistar el poder, resumía la tarea renovadora sobre la sociedad como una lucha de perder y perder y perder hasta triunfar. Y es que eso es una verdad de todos los tiempos: los tiranos, a los primeros golpes de vista, a las primeras batidas, parecen imbatibles; pero a lo largo de la lucha terminan por mostrar sus pies de barro, se desmoronan poco a poco. Eso también lo entendió Gandhi, y lo manifestó, y lo mostró.
Mucho le debo a Fox por haberme dado la oportunidad de conocer a AMLO. Quizás tal fue el único servicio de valor que Fox hizo a la nación. Gracias a toda aquella experiencia se derrumbaron mis prejuicios en torno a AMLO, empecé a creer que venía a la existencia un político realmente honesto, y recuperé la fe en la política como instrumento con posibilidades reales para la felicidad del hombre.
Fue así como algunos amigos y yo nos incorporamos a trabajar voluntariamente para hacer realidad aquel proyecto del 2006 en nuestra ciudad. Trabajamos a tiempos libres, sin guardar interés de acceder a AMLO, pues, en el fondo, nuestro interés era el futuro de la nación y su dignidad, el mismo sueño de AMLO. Parece que nosotros encontramos ahí, en AMLO, un punto de conexión con la gran comunidad mexicana que nos podía mover inteligentemente tras un fin común. Y fue esto ocasión para que yo sintiera por primera vez, en el corazón, el apremio de un sentido del deber para acudir a votar, y a sí lo hice; lo hice movido por el interés de que México caminara hacia un mejor futuro bajo el gobierno de un político excelente.
Y volveré a trabajar y a votar por AMLO en este 2012. Ni duda cabe. Todo depende de él, de que no defraude a los muchos que hemos puesto nuestra esperanza en él. Y esto lo hago porque tengo la plena certeza de que el trabajo tendrá frutos al final, pues, aunque no se crea, el titán se ha quedado con las manos vacías frente a la razón, y está pronto a caer.
Buen día.