martes, 1 de abril de 2014

Con el mazo dando

Amílcar Peñúñuri.
Más que una “nueva arquitectura jurídica, institucional y regulatoria”, tal como lo promete en su declaración de principios, la Ley Secundaria en Materia de Telecomunicaciones enviada por el Ejecutivo al Senado, es una vieja, pesada loza burocrática, una masa deforme de artículos, disposiciones, sanciones, que contradice los aspectos centrales relacionados con la ampliación de las libertades públicas, elementos en los que se fundamentó la reforma constitucional aprobada el verano pasado.
En los cambios constitucionales antes referidos, concretamente en sus artículos 6 y 7, se protege de manera más precisa la difusión de ideas, la libre circulación de mensajes, se fomenta la pluriculturalidad, se habla de la libertad editorial de los medios, de la protección a los comunicadores, así como de las audiencias, se argumenta sobre la necesidad de recibir información libre desde la sociedad civil, desde la ciudadanía, de la posibilidad de disfrutar otras producciones audiovisuales alternativas, del abordaje de los problemas sociales desde lo local, con coberturas libres, independientes, sin la intromisión de los gobiernos municipales o de los estados, espacios donde a menudo, se asoman los rasgos más nocivos de la censura.
En pocas palabras, la reforma de junio del 2013, planteaba el poder generar una cultura mediática ajena a la lógica de mercado, a los medios corporativos, o al control desde el poder político, abriendo un pequeño resquicio, una ventanita hacia una posible incorporación de medios sociales y ciudadanos. Nueve meses después, la reforma secundaria “peñanietista”, casi amarrada desde el Senado, promete derruir en los hechos, una parte significativa de ese conjunto de buenas intenciones.
Si hace poco menos de un año calificábamos a la reforma constitucional como insuficiente, pero que allanaba el camino hacia una posible democratización del espacio público, la Ley Secundaria, al menos la propuesta presidencial, reafirma la tendencia de que la única vía para operar un medio de comunicación, es ser rico, millonario, tener algún tipo de relación con el poder, o bien utilizar el poder político para que en base a prestanombres, como en el caso del Presidente Miguel Alemán, mismo que inauguró la fórmula de hacerse de medios de comunicación electrónicos por parte de los gobernantes, algo prácticamente prohibido para las colectividades, para los ciudadanos, para los simples mortales de nuestro país.
La lógica funciona a la perfección para el aparato de poder, pareciera un poco simplista, pero no lo es, en primer lugar, en todo el momento, el dueño o empresa propietaria del medio, le debe fidelidad casi plena, total, absoluta al régimen, retribuyéndole con cobertura acrítica y generosa todas sus acciones, salvo en el caso de particularidades o controversias que no atenten contra el sistema mismo, pero que sirve para legitimar a los medios como “supuestamente críticos”, lo defiende ante cualquier tentativa de cambio, aísla al círculo rojo, tergiversa las propuestas de justicia social impulsadas por los de abajo, calumnia, sataniza, a las voces disidentes, a los movimientos sociales, en fin, a todo quien no ingrese dentro de su radar corporativo.
Adicionalmente, le llena los bolsillos de propaganda oficial, le dispensa el pago de impuestos, controla los sindicatos o el sindicato único en el que militan forzosamente sus trabajadores, los “representantes” laborales logran contratos colectivos a modo con las cámaras empresariales del ramo, mientras que las mujeres y hombres a quién usted escucha, ve diariamente, quienes le dan vida a los medios, reciben salarios, a menudo miserables, con excepción de las estrellas del momento.
Según lo establece la Ley secundaria de Enrique Peña Nieto, el modelo, lejos de ser totalmente obsoleto, parece cobrar un nuevo impulso en el esquema “modernizador” presidencial. En la Ley Secundaria, los derechos de las audiencias, quienes voluntaria o involuntariamente generan los grandes recursos para las empresas mediáticas, desaparecen prácticamente, mientras las concesiones que se les otorgan a los barones de los medios, a un puñado de personajes, se pueden extender hasta por 30 años.
Mientras tanto, en la legislación propuesta, al abordar el tema de nuevas frecuencias para medios sociales, es decir comunitarios, indígenas o ciudadanos sin fines de lucro, se ponen todas las trabas del mundo, se le deja a la discrecionalidad del poder sus posibilidades de existencia, más allá que el mero cumplimiento de los requisitos que establece la ley, que no son pocos, ni fáciles de cumplir, como por ejemplo, para las pequeñas radios comunitarias o ciudadanas a quienes sin razón alguna, reuniendo los requerimientos legales, se les niega en casi todas las solicitudes la posibilidad de tener un espacio en el cuadrante.
En un segundo momento, quienes logran obtener un permiso, también sólo un puñado de elegidas en todo el País, la mayoría durante el sexenio de Vicente Fox, son condenadas a morir de inanición, ante la imposibilidad de obtener recursos vía la lógica del mercado.
A diferencia de lo que ocurre en los Estados Unidos, donde miles de radios operadas por ciudadanos ahora y en los próximos años formarán un oxigenante nuevo sector, a diferencia de Argentina, Uruguay, Ecuador, entre otros, en México se les persigue implacablemente, se violan sus derechos constitucionales, se les aplasta con el mazo del poder.
El gobierno de Enrique Peña Nieto inauguró su sexenio con un amplio dispositivo de violencia, en aquél fatídico 1 de diciembre de 2012.
Durante su mandato, sus credenciales en materia de respeto a la libertad de expresión han dejado mucho que desear, durante lo que va de su sexenio, se ha presentado con mayor intensidad el ataque a los comunicadores, a los periodistas, incluso a los defensores de los periodistas como en el caso de la organización internacional Artículo 19.
Su propuesta de legislación secundaria, sólo exhibe su desprecio real hacia el ejercicio pleno de las libertades públicas, sus anhelos privatizadores, el empoderamiento de las élites. Quienes vieron tras su llegada al poder una extensión discontinua, grotesca, trasnochada, anacrónica del salinismo, no parecen ser ahora, falsos profetas.
Amílcar Peñúñuri Soto. Profesor universitario, Licenciado en Ciencias de la Comunicación, egresado de la maestría en Ciencia Política de la UNAM, coordinador del Eje Especializante en Comunicación Periodística de la Unison, columnista de El Imparcial desde 2004.

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