Miguel Carbonell
La reacción del gobierno federal frente al cobarde atentado de Morelia pone de manifiesto una vez más que no existe un entramado institucional que sea capaz de prevenir los delitos y mucho menos que sea capaz de perseguirlos de forma efectiva y rindiendo cuentas a la sociedad. Las tareas de inteligencia son de bajo nivel y la capacidad de respuesta frente al crimen deja mucho que desear.
Hemos visto imágenes muy evocadoras de la incapacidad del Estado frente a quienes cometen delitos. Un policía manoseó burdamente el detonador de la granada que estalló en la Plaza Melchor Ocampo, borrando cualquier posible registro de huellas dactilares que posteriormente pudieran ser ofrecidas como prueba en un juicio contra el autor material del atentado. La escena del crimen fue inutilizada por el paso tanto de los servicios médicos (lo cual era inevitable), como de los desorientados policías que iban de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer. La confusión se adueñó del lugar y puso en evidencia la baja calidad profesional de nuestros policías.
No se hicieron esperar los llamados a la unidad (como en los viejos tiempos) y las frases retóricas según las cuales se emplearía “toda la fuerza del Estado” contra los responsables. Pero uno se pregunta de qué fuerza nos están hablando los políticos y cómo creerles cuando ellos mismos han demostrado que no tienen la menor idea de la manera en que deben enfrentar los problemas que pretenden resolver.
Para el gobierno federal “emplear toda la fuerza” significa solamente enviar al ejército. Es una táctica que comienza a desgastarse y que tampoco ha dado los prometedores resultados que algunos esperaban.
Mientras tanto, los diputados se debaten entre propuestas regresivas como la de reimplantar la pena de muerte (lo cual está prohibido por distintos tratados internacionales, sobre cuyo contenido ciertos legisladores no tienen la menor idea), y propuestas propagandísticas como el incremento presupuestal para el tema de la seguridad.
La sociedad parece moverse entre el temor y la duda. El temor de saber que los cárteles criminales han decidido ampliar sus objetivos a la población inocente, lo que significa que ahora sí ya nadie está a salvo, y la duda de quién podrá proteger a los ciudadanos, en vista del clamoroso fracaso del Estado mexicano en su lucha contra la inseguridad.
La propuesta de aumento presupuestal es un punto interesante y merece ser debatida a fondo por parte de los legisladores federales. Por un lado se trata de un aspecto esencial en el combate al delito: sin dinero no habrá posibilidad alguna de éxito. Pero por otra parte hay que reconocer que ya en años pasados se han destinado miles y miles de millones de pesos al tema y los resultados han sido decepcionantes, por calificarlos de alguna manera. Hay algo que estamos haciendo mal. No parece haber un diagnóstico claro de nuestras debilidades ni de la ruta que deberíamos seguir para superarlas.
De hecho, tal parece que estamos dando bandazos de un lado a otro, sin seguir ningún tipo de plan estratégico, como si siguiéramos teniendo enfrente a un enemigo de papel. Hace unos meses, apenas en junio, fue publicada una impresionante reforma constitucional en materia de justicia penal y seguridad pública. Pues bien, a poco menos de 90 días de su promulgación ya nadie parece acordarse de ella. Se ha quedado huérfana. Prácticamente ningún observador la ha identificado como un elemento que podría arrojar un poco de luz dentro del túnel de ineptitudes y corrupciones por el que estamos pasando. La reforma plantea cuestiones tan importantes como la certificación de los policías y la necesidad de crear instancias de coordinación en todos los niveles de gobierno, a partir de una ordenación de tareas que corresponde determinar en primera instancia al Congreso de la Unión. Pues bien, la instancia coordinadora ni siquiera ha sido creada. Sus integrantes no han sido nombrados (más que el del poder ejecutivo federal), ni ha sesionado una sola vez, incumpliendo los plazos y condiciones señalados por la propia Constitución.
Esto nos lleva a preguntarnos: ¿qué grado de compromiso real tienen los poderes públicos con el combate a la inseguridad si ni siquiera están dispuestos a seguir las reglas del juego que ya están vigentes y que ellos mismos se dieron hace pocas semanas? Ahora bien, su irresponsabilidad no puede suponer que la sociedad civil haga lo mismo. Todo lo contrario. Hoy más que nunca los ciudadanos debemos estar unidos frente a los criminales, pero también deben ser capaces de exigir cuentas y pedir responsabilidades a funcionarios públicos que no han estado ni estarán a la altura del dilema que se nos presenta. La fuerza del Estado puede suponer entonces, en la mejor de sus versiones, la fuerza de la sociedad exigiéndole al gobierno que trabaje para protegernos y para asegurarnos el muy fundamental derecho a la seguridad pública.
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