Dr. Alvaro Bracamonte Sierra
Mañana cumple Felipe Calderón dos años en la Presidencia. La asumió en medio de profundos enconos y formidables desafíos que sólo políticos dotados con atributos especiales serían capaces de trocar en beneficios. Dos años son suficientes para un corte de caja más o menos desapasionado. El ejercicio puede hacerse desde varios ángulos: El relacionado con el comportamiento de la economía, el afianzamiento de su proyecto político, la seguridad, las relaciones internacionales tanto con Estados Unidos como con el resto del mundo, los avances en el sector educativo y así se podrían agregar otros tópicos hasta conseguir en compacto diagnóstico sobre la suerte que ha corrido el primer tercio de la gestión calderonista.
No es necesario ser un opositor irreductible para dar un veredicto negativo en torno a varios de los temas referidos. Efectivamente, en el campo de la economía los resultados no están para echar las campanas al vuelo; los principales indicadores sugieren que el País se encamina a una dura desaceleración que será doblemente dolorosa debido a que se llevan varios años acumulando restricciones y limitaciones financieras. Siendo objetivos, las penurias que ahora se padecen serían probablemente muy similares si otro fuera el huésped de Los Pinos. La crisis mundial es severa y está pegando a todos los países; pero la mayoría de éstos están formulando programas agresivos e innovadores que permitan transitarla de la mejor manera.
La tragedia nacional es que, a pesar de la gravedad de la situación, el Gobierno se comporta con cierta inconciencia y no propone nada particular para enfrentar el tsunami que se avecina. Dicho de otra manera, en estos dos años lo peor no es la pobre evolución económica sino la aparente indolencia y desinterés con que actúa la administración federal para mitigar las consecuencias de la debacle mundial: es notorio atestiguar la figura de un Calderón sin energía, sin la entereza para tomar el timón de un barco amenazado por aguas turbulentas.
Esta sensación es similar en el ámbito de la seguridad. Su programa prioritario hace agua conforme pasan los días. Estamos a dos años de la temeraria declaración de guerra que hiciera a las bandas del crimen organizado, tiempo en el que se cuentan por miles las muertes asociadas a la ola delictiva que lejos de menguar se generaliza como reguero e pólvora.
Ninguna ciudad, ningún Estado está al margen de la violencia. Entidades que en el pasado no contaban con antecedentes de narcotráfico ahora forman parte de la historia negra nacional. Imposible imaginar hasta hace unos pocos años que los habitantes de Nuevo León y especialmente de Monterrey no estuvieran concentrados febrilmente en producir y diseñar nuevos proyectos de inversión. Pues no; ahora en la capital financiera de México es común que un día, y el otro también, acribillen a lugareños vinculados con las mafias.
El punto no tuviera mayor importancia si se toma en cuenta que Felipe Calderón heredó un aparato de seguridad decadente e infiltrado por los “malosos”. Lo que angustia es que se le aprecia fastidiado y harto de la ineficiencia de sus estrategias contra el crimen organizado y, más malo aún, es que no refleja la sensibilidad requerida para replantear con creatividad e imaginación nuevos métodos para encarar los hechos de sangre que se recrudecerán, según lo pronostican los especialistas.
Eso es lo más duro, que en estos dos años el gobierno calderonista no ha podido trasmitir la confianza en que el futuro será mejor. La esperanza es un elemento medular para mantener unidos a los ciudadanos cuando la tormenta arrecia. La mayoría de los mexicanos sobreviven sin expectativas, convencidos de que no hay un futuro mejor que les motive a seguir sacrificándose en el día a día esperando que las cosas pronto cambiarán.
Éste es, insisto, el mayor pasivo que arrastra la administración federal. Lo lamentable es que no se ve por dónde pueda producirse lo que fue un slogan de campaña del panista, aquello de “pasión por México”. Precisamente es de lo que se carece y es en cierto sentido lo que convierte los dos años de Calderón en un verdadero fracaso cultural y moral.
Restaurar la esperanza es básico pues de otro modo no hay manera de retomar el desarrollo nacional. Un caso ejemplar de esto es lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Nuestro vecino vive quizá uno de los peores momentos de su historia; la debacle económica y ética a que condujo la mediocridad de Bush hijo, es vista ahora como una mala pesadilla que pronto pasará y los sueños en un futuro mejor se renovarán con la llegada de Obama a la Casa Blanca. Eso es contar con esperanza, lo que, dicho sea de paso, con mucha frecuencia es suficiente para relanzar la construcción de un país próspero y justo. Eso es exactamente lo que no tenemos aquí. Lástima.
Álvaro Bracamonte Sierra. Doctor en Economía por la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa. Profesor-Investigador de El Colegio de Sonora.
No es necesario ser un opositor irreductible para dar un veredicto negativo en torno a varios de los temas referidos. Efectivamente, en el campo de la economía los resultados no están para echar las campanas al vuelo; los principales indicadores sugieren que el País se encamina a una dura desaceleración que será doblemente dolorosa debido a que se llevan varios años acumulando restricciones y limitaciones financieras. Siendo objetivos, las penurias que ahora se padecen serían probablemente muy similares si otro fuera el huésped de Los Pinos. La crisis mundial es severa y está pegando a todos los países; pero la mayoría de éstos están formulando programas agresivos e innovadores que permitan transitarla de la mejor manera.
La tragedia nacional es que, a pesar de la gravedad de la situación, el Gobierno se comporta con cierta inconciencia y no propone nada particular para enfrentar el tsunami que se avecina. Dicho de otra manera, en estos dos años lo peor no es la pobre evolución económica sino la aparente indolencia y desinterés con que actúa la administración federal para mitigar las consecuencias de la debacle mundial: es notorio atestiguar la figura de un Calderón sin energía, sin la entereza para tomar el timón de un barco amenazado por aguas turbulentas.
Esta sensación es similar en el ámbito de la seguridad. Su programa prioritario hace agua conforme pasan los días. Estamos a dos años de la temeraria declaración de guerra que hiciera a las bandas del crimen organizado, tiempo en el que se cuentan por miles las muertes asociadas a la ola delictiva que lejos de menguar se generaliza como reguero e pólvora.
Ninguna ciudad, ningún Estado está al margen de la violencia. Entidades que en el pasado no contaban con antecedentes de narcotráfico ahora forman parte de la historia negra nacional. Imposible imaginar hasta hace unos pocos años que los habitantes de Nuevo León y especialmente de Monterrey no estuvieran concentrados febrilmente en producir y diseñar nuevos proyectos de inversión. Pues no; ahora en la capital financiera de México es común que un día, y el otro también, acribillen a lugareños vinculados con las mafias.
El punto no tuviera mayor importancia si se toma en cuenta que Felipe Calderón heredó un aparato de seguridad decadente e infiltrado por los “malosos”. Lo que angustia es que se le aprecia fastidiado y harto de la ineficiencia de sus estrategias contra el crimen organizado y, más malo aún, es que no refleja la sensibilidad requerida para replantear con creatividad e imaginación nuevos métodos para encarar los hechos de sangre que se recrudecerán, según lo pronostican los especialistas.
Eso es lo más duro, que en estos dos años el gobierno calderonista no ha podido trasmitir la confianza en que el futuro será mejor. La esperanza es un elemento medular para mantener unidos a los ciudadanos cuando la tormenta arrecia. La mayoría de los mexicanos sobreviven sin expectativas, convencidos de que no hay un futuro mejor que les motive a seguir sacrificándose en el día a día esperando que las cosas pronto cambiarán.
Éste es, insisto, el mayor pasivo que arrastra la administración federal. Lo lamentable es que no se ve por dónde pueda producirse lo que fue un slogan de campaña del panista, aquello de “pasión por México”. Precisamente es de lo que se carece y es en cierto sentido lo que convierte los dos años de Calderón en un verdadero fracaso cultural y moral.
Restaurar la esperanza es básico pues de otro modo no hay manera de retomar el desarrollo nacional. Un caso ejemplar de esto es lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Nuestro vecino vive quizá uno de los peores momentos de su historia; la debacle económica y ética a que condujo la mediocridad de Bush hijo, es vista ahora como una mala pesadilla que pronto pasará y los sueños en un futuro mejor se renovarán con la llegada de Obama a la Casa Blanca. Eso es contar con esperanza, lo que, dicho sea de paso, con mucha frecuencia es suficiente para relanzar la construcción de un país próspero y justo. Eso es exactamente lo que no tenemos aquí. Lástima.
Álvaro Bracamonte Sierra. Doctor en Economía por la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa. Profesor-Investigador de El Colegio de Sonora.
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