En un artículo dedicado a mi reciente libro —“Política e ideas”— Lorenzo Meyer sostiene que los actores públicos escribimos nuestras experiencias para justificarnos, pero que mientras unos lo hacen mediante repertorios anecdóticos y denuncias convencionales, otros intentamos la reflexión histórica y la ponderación ideológica.
Mi obra traza el curso del acontecer nacional a partir de la alternancia: es la crónica de una “transición catastrófica”. Patentiza tanto las inconsistencias y abusos del foxismo como el debilitamiento aterrador de las instituciones, que ha conducido a una doble perversidad: el poder se encuentra fuera del Estado y la sociedad al margen del poder.
Propone la reconstrucción institucional como única vía para afrontar los gigantescos problemas del país, pero no encuentra en quienes detentan los poderes públicos la legitimidad ni la idoneidad para emprender semejante empresa. Sugiere la adopción de urgentes reformas de Estado que permitirían impulsar el proceso: democratización de los medios de información, referendo, plebiscito, revocatoria de mandato y modalidades efectivas de rendición de cuentas.
Durante numerosas entrevistas las tesis del libro se han ido decantando. Han probado su oportunidad y tomado la forma que las circunstancias demandan. En un clima exacerbado por la indignación social ante la parálisis de los gobernantes y la protesta popular frente a su proyecto desnacionalizador, las propuestas han adquirido el acerbo tono de la denuncia y del llamado a la acción.
Los voceros y lacayos del régimen han respondido con la injuria y la grotesca distorsión de las ideas. Cual si respondieran al anuncio “se alquilan bizcos”, se enrolaron variados difamadores para confundir el campo visual. Me acusaron de “golpista”, promotor del “derrocamiento” del gobierno y, en palabras del cuñado de Calderón, “soñador del despotismo y la corrupción”, “decadente, burdo y en pavoroso estado de decrepitud política”.
Derrocar significa originalmente “despeñar”, o bien “derribar a uno del estado o fortuna que tiene”. En política alude a la “acción de deponer por vías de hecho a un gobernante”. Nada de ello está en la agenda nacional. He reiterado que un golpe de Estado o una insurrección armada serían “impensables, imposibles e indeseables” en nuestro país.
La única caída de Felipe es la que fracturó su mejor brazo, revelando su escasa propensión al equilibrio cualesquiera que sean las causas del accidente. Algún comentarista sugiere que “cayó, pero por desgracia no ha callado”; mientras otro destaca la ineptitud de quien afirma “llegamos al gobierno como el doctor que va a operar una apendicitis, pero descubre que se trata de un cáncer”. Cirugía sin diagnóstico: confesión de ignorancia e improvisación.
Lo que está a debate es la incapacidad manifiesta del Ejecutivo y los medios para reemplazarlo legalmente y abrir paso a un nuevo consenso nacional y a la transformación inaplazable del Estado. Vivimos en tiempos de transición, que no de revolución. Los caminos expeditos serían: la renuncia, el juicio político y la revocatoria del mandato.
El clamor social contra la inseguridad se condensa en la voz de Alejandro Martí: “Si piensan que la vara es alta, renuncien; no sigan ocupando oficinas y recibiendo sueldos”. Esa es la primera propuesta, aceptada en el acto por Marcelo Ebrard: “En el caso del DF, yo sí acepto el reto de renunciar”. O de someterse, es claro, al veredicto ciudadano.
Entre las propuestas presentadas al Congreso destacan la revocatoria del mandato y el juicio político, que darían lugar a un gobierno interino, designado por la mayoría del Congreso. Ambas han demostrado históricamente servir a la estabilización política.
Otra es la solución de Beltrones, quien denuncia la actuación “irresponsable” de Calderón, pero lo mantendría formalmente en el cargo, a cambio de un gobierno compuesto por priístas y no por “cuates”. Si él encabezara el gabinete, tanto mejor.
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